domingo, 6 de marzo de 2011

La hora del té

Ahoga en la taza la bolsa de té y la sensación mortal de haber asesinado a un infante, en especial cuando recuerda su mirada, entre incrédula y nerviosa, buscando en su rostro algo que le demostrara que tal aseveración no era más que una broma, sus hermosas pestañas entornándose como única muestra de sorpresa, mientras en sus ojos se apagaba toda brasa de esperanza. Sus labios finos se tornaron en una línea y su barbilla tembló casi imperceptiblemente en una mezcla de tozudez y desasosiego, pero no pronunció palabra.
            Añade en la taza dos cuadritos de azúcar que le permiten desviar la atención del sabor amargo de su boca, pero en ese instante descubre que la amargura no proviene de ahí, sino de la certeza del “hasta nunca” que experimentara hace unos minutos, y si acaso le prestara más atención, comprendería que la amargura data de mucho tiempo atrás, del primer adiós, del primer abandono al que ella se vio sometida y que nunca permitirá que encuentre en su realidad una triste copia al carbón.
            Gira la cuchara, a la vez que se despoja el rostro de  la máscara que le permitió representar el papel que la tragedia de sus sentimientos y el amor por él merecían, la certeza de su cariño, la dulzura de su pasión y la fortaleza de su compromiso le exigían una mayor pericia, una habilidad maravillosa, un histrionismo que no dejase lugar a vacilaciones, un desamor actuado obliga a una mayor concentración, que ella consiguió, cuando apretó los párpados en algo que pudo considerarse señal de hastío, signo que en realidad era un cerrar los oídos al corazón que le gritaba que retrocediera en su representación, aceptando de buena gana sus sentimientos y los de él.
            Añade un chorrito de crema con la certeza de que al fin lo superará, de la misma forma, quiere creer, que él logrará olvidarla, aunque sabe que esta vez es diferente; los recuerdos llegan en tropel para decirle que en esta ocasión, rindió sin batallar lo único por lo que valía la pena la guerra entera. Las noches, las caricias y la pasión reclaman sin cuartel, pero son las otras, el día a día, el lavar los trastos, el ver la tele, el caminar por las calles a su lado y su sonrisa, las que hieren con pericia de francotirador, las que matan con su fuego de memoria.

            Da un trago y sin sorpresa descubre que el té le sabe a sal y corta la garganta ahogando el grito que luchaba por salir, un sorbo más para adormecer el sufrimiento, otro para aceptar con valor un adiós que ella misma pronunció.

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