domingo, 6 de marzo de 2011

Celia


El sol sale detrás de las montañas, el frío que cala los huesos te insta a apresurar el paso rumbo al campo.  Piel cetrina con arrugas como cuarteadas alrededor de ojos que han llorado sal, ojos que conocen el llanto verdadero, el que compaña al sufrimiento y no el que adorna a los espíritus débiles. Ojos grandes que han visto muchos amaneceres, dos anocheceres y un viento fresco que le arrebataron la tranquilidad a tus años.
         Mujer fuerte, de constitución arbórea,  mujer madera, mujer roca... Se te entregó la fuerza para resistir los embates del destino, el sufrimiento, la esperanza, la pérdida.  Dos veces viste a la piel y a los huesos convertirse en uno con la tierra y seguiste arándola para exigirle un pago en especie que se trocara en maíz y trigo.
         Mujer amante, cuya calidez era igual que la brasa, lecho y hogar, metate y anafre, esposo e hijos; pariste como corona a tu condición de dadora de vida, diste sangre y valor, protectora como la gallina que siempre arropabas al caer la tarde.
         Mujer madre, mujer desgarrada tres veces; dos coronas de laurel y una de espinas; tres lágrimas; alegría y dolor, dolor y muerte; anochecer profundo y silencioso, agotamiento parcial de miembros que se niegan a aceptar lo inevitable.
         Mujer lluvia, cosecha levantada, el sol en todo su esplendor antes de comenzar el descenso hacía las sombras, boca desdentada y corazón roto en pedazos pero junto, cabello cano en trenzas largas, largas mangas, falda larga. 
         Vieja fuerza en una anciana, gran cesto cargado en tu cabeza mientras en tu alma pesa el dolor de aquellos dos, los que se fueron; pero hoy es el día, por eso te levantaste al amanecer, la buscas, porque es ella el fruto de tu semilla, la flor que se salvó de la tormenta.  La miras, recuerdas y con tus caricias brilla ese calor húmedo que se resbala por tus mejillas, nuevamente lluvia.  Un beso, un abrazo y una bendición.

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